LAS TORMENTAS
Cuando era
niño veía la tormenta a través de la gran ventana, los relámpagos cual luces de
blanco intenso en intermitentes lapsus del universo, después de ello, el
estruendoso trueno que hacía que escondiera mi cabeza dentro de la cobijas,
para luego asomarme lentamente y ver a aquel arreglo de ventanas de marcos de
acero en el cual escurrían las gotas de azul intenso como si el cielo se
hubiese derretido.
Cuando
finalmente los truenos se habían marchado a otra ciudad, quedaba una ligera
llovizna, y la débil luz de los relámpagos atrasados se daban a la tarea de
iluminar las grandes calles de tierra, encharcadas por completo. Y nosotros
como animalillos nos refugiábamos esperando que pasara la tormenta.
La tormenta
causaba destrozos alrededor, impedía que camináramos con normalidad, los carros
se atascaban en el lodo, las baterías se morían, los niños no podíamos salir a
la escuela, los papás obligadamente tenían que ir al trabajo.
Como era un
niño nunca me di cuenta que la tormenta hacia que los campos se pusieran
verdes, que los pozos de agua se reabastecieran, que la esperanza del
agricultor regresara, que la flor del granado
se pintara
de anaranjado paraíso y las hojas de los limoneros se tornaran verde espejo de
tal forma que te podías reflejar en una hoja, y que los niños pudiéramos salir
a jugar a las charcas.
Las
tormentas provocan daños, pero también traen cosas buenas.
Las
tormentas en el ser humano, son una forma de limpieza existencial, se llevan la
suciedad que se nos pega a través de los años. Pero una vez que pasa la
tormenta, el ventanal de nuestra existencia queda limpio y cristalino para ver
a nuestro alrededor a las cosas y a las personas que nos rodean.
Uno puede
ver claramente la suciedad en el suelo, y luego uno se siente distinto.
Cuando la
tormenta pasa queda sólo algunos relámpagos, pero no son malos, más bien
iluminan el nuevo camino que está enfrente de nosotros.
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